viernes, 15 de octubre de 2010

De Historias y Leyendas

Ya es Octubre! Halloween y Las Santas Animas ya están por tocar nuestras puertas así que en el espíritu otoñal, hoy hablaremos sobre ese pedazo tan típico de nuestra cultura: Leyendas.

Bueno, empecemos por admitir que hay un millón, algunas más obscuras que otras, son parte de la herencia que la Conquista nos dejó; un compendio de historias que han pasado de generación en generación espantando a más de un chiquillo desobediente. Las hay de todo, de amor, de envidia, de muerte... pero definitivamente las más populares son las que hablan de diablos, fantasmas o muertos. Es esa fascinación que nos causa nuestra mortalidad y que exploramos al menos cada Día de Muertos lo que nos inclina a seguir repitiendo estas leyendas, contándolas a la luz de las velas en noches lluviosas de abuelos a nietos en un ciclo eterno.

Todos somos felices partícipes de este rito de adolescencia; quien no se brincó a la casa embrujada de la colonia para probar que no le daba miedo? O en como mi caso, cuántas veces fuiste al Callejón del Aguacate para sólo salir corriendo como loco al más mínimo ruido? Confiésalo, nos encanta probar si un poquito de esa historia nos toca y se vuelve real. Supongo que esa es realmente la razón de su popularidad; la historia en general es fría y la mayoría de la gente encuentra complicado imaginarse un evento con el que no se identifica. Una leyenda nos da una ventana a ese pasado que "cada noche de luna llena" o "todas las noches al tocar las doce" se repite, permitiéndonos no sólo ser testigos del hecho, sino en algunos casos experimentarlo en carne propia.

Personalmente, encuentro fascinante este regalo que nuestros antepasados nos han dejado; he dedicado muchos años a leerlas y, cuando me ha sido posible, a coleccionarlas. Desgraciadamente, en un pueblo que lee tan poco, es raro encontrar gente interesada en publicar compendios de ellas. Así pues, nuestra tarea nos queda clara, tenemos que seguir repitiéndolas, contándolas en noches de campamento y mantenerlas vivas como hasta ahora; no permitamos que nuestra tradición oral tan rica muera dentro de nosotros.

Por supuesto, únicamente para cumplir con este deber, les cuento aquí una de mis favoritas.

La Leyenda de la Calle del Niño Perdido.

Don Luis y Carmen eran una pareja feliz a todas claras; él era un hombre de bien, conocido por sus vecinos como de alma desprendida y caridosa. Como todo criollo contaba con ciertos privilegios que su condición le permitía y eso le había mantenido a flote aún cuando las circunstancias del resto eran poco envidiables. Algunos años atrás una india bella, de ojos cual chocolate y cabello negro y espeso como la noche, le había robado el corazón. En una prueba más de su gran caridad, había tomado a aquella india en  su regazo, ofreciéndole la salvación de nuestro Señor Jesucristo mediante una educación religiosa. Una vez bautizada, Don Luis y Carmen decidieron unirse en Santo Matrimonio y dedicar sus vidas el uno al otro por completo.

Fue entonces que Dios les bendijera con un hijo; un sanísimo pequeño de piel parda como la tierra de su madre pero cuyos vivarachos ojos azules demostraban, ya entonces, una voluntad recia y difícil de quebrar.

Así pasaron cinco años de bendiciones y amor, pero Dios nos ha de probar a todos en nuestros momentos de flaqueza y mandóles a ellos esta gran tribulación. Don Luis, que hasta ahora había gozado del favor del Comandante Irazaga, se encontraba desempleado. Dicho comandante había jurado lealtad a cierta facción al mando, pero como los vendavales en política no dan señales, en un momento se encontró del lado equivocado de la balanza; y con él Don Luis. De esta forma, no sólo se encontraba Don Luis sin ingreso y despojado de todo privilegio social, sino que su futuro mismo era un misterio.

Pocos meses bastaron para que este estilo de vida probara la fortaleza de los lazos que unían a la familia y una terrible noche de verano Don Luis partió para no volver más. Carmen, ahora sola y sumida en la pobreza más absoluta, veía a su mulatillo perder el brillo en sus profundos ojos azules. Un día no pudo más la pobre madre y con terrible dolor fue a donde Don Ignacio.

Don Ignacio era un hombre anciano de constitución macilenta y mal aliento. Tenía el alma tan retorcida como el cuerpo y de conciencia, ni siquiera un atisbo. Había amasado considerable fortuna mediante el sufrimiento de otros, haciendo prestamos a aquellos en necesidad por intereses absurdos que normalmente terminaban por enterrar al pobre cristiano que habíale buscado.

"Por favor, tómele." Suplicaba la atormentada madre en voz apenas audible.

"Pero es un niño! Yo que se supone que haré con él." Y los diminutos ojos de Don Ignacio parecían salirse de sus cuencas tratando de encontrar su ganancia en esta locura. "Andate ya. Esto es imposible, sólo a una india ignorante como tú se le podría ocurrir semejante disparate."

"No hay mujer buena que deje a sus hijos al abandono. Volveré por él y le daré el triple del dinero que hoy le pido. Yo pagaré por sus comidas y hospedaje. El chiquillo es bueno y atento, puede ayudarle con el aseo de la casa" Y de los ojos de Carmen corrían tremendas lágrimas, testigo único de su gran dolor.

Por alguna razón que el viejo Ignacio no lograba atinar, había aceptado el trato. De aquella lluviosa noche  en que le habían cargado con aquel pillo de lastimera mirada hacía ya un mes. No había rastro de la india mentirosa y en su cólera había construido una pequeña jaula en la pared de su sótano donde, desde hace varias lunas, su pesado cargo dormía.

En esta noche en particular, Don Ignacio cerro las puertas de su negocio tarde. Se había entretenido en llevar algo de cena al malagradecido del sótano y ahora se encontraba cansado y con ganas de recostar el  maltrecho esqueleto. Justo al llegar a la puerta principal para cerrarla se encontró de frente con una figura altísima; era un hombre cubierto de pies a cabeza por una armadura negra como el alma de un pecador. Se andaba en un caballo igual de negro y cuando Don Ignacio levanto los ojos, se encontró de frente con los del terrible animal que brillaban como sangrientos rubíes en la profunda oscuridad.

"Haremos un negocio contigo, consigue más niños y tendrás recompensas." Una voz hueca, fría y sin alma hablo desde lo profundo de la armadura.

"Pero qué gano yo con eso" Preguntó con tímida voz el anciano que miraba hacia el suelo en completo terror de las figuras frente a su puerta. Entonces miró caer a sus pies una bolsa de piel cafe con un metálico sonido. Se apresuró a abrirla, olvidando por un momento su temor, dentro encontró monedas de oro.

"Pero, no entiendo. Para que los quiere el Señor?"Agregó con tono confundido Don Ignacio.

"Eso a ti no te importa!" Gritó la terrible voz que parecía venir de las mismas entrañas de la tierra. "Te basta con saber que lo quiero. Dales de comer y manténlos en el sótano. Yo vendré cada luna llena y revisaré tu trabajo. Por cada niño obtendrás una bolsa más"

El anciano, completamente encorvado en el piso asintió servilmente y no se movió por un momento. Al abrir los ojos el horrible animal había partido pero las monedas de oro seguían en sus manos.

Pasaron meses y Don Ignacio adquirió docenas de niños por los medios más turbios, pero aquella figura no se interesaba en detalles y las bolsas de dinero se acumulaban en sus arcas. El sótano estaba lleno de pequeñas jaulas y una vez al mes Don Ignacio dejaba la puerta sin candado para permitir la entrada del Caballero Negro.

Con la llegada de los fríos del invierno se alteró la rutina; las bolsas de dinero no llegaban más y el viejo no había oído por varias lunas los relinchos del atemorizador corcel.

Para la llegada de las lluvias Don Ignacio había perdido toda paciencia e interés; ha meses que no bajaba al sótano e ignoraba si aquellas criaturas seguían vivas o muertas.

Una noche como tantas otras, encontrándose recostado y listo para dormir, un crujir siniestro llamó su atención. Miró a todos lados pero no encontró motivo; al recostarse nuevamente un sonido más fuerte le hizo sentarse en un brinco. Era un ruido rasposo, garras tallando madera; -tal vez ratas?- 


Los sonidos persistían haciéndose cada vez más altos; ahora eran más uñas rascando la madera, otras manos invisibles la golpeaban... finalmente atinó a mirar el piso del pasillo, en línea directa de su cuarto; la escotilla al sótano se golpeaba como si los chiquillos pelearan por su salida. -imposible, están muertos!-


Pero no obstante la cacofonía no cesaba; por fin el cerrojo cedió y una veintena de descarnadas manos pequeñas se asomaron a la luz tenue de las velas.

"NOOO!" Gritó el aterrorizado viejo, pero ya las muertas figuras caminaban por el pasillo en dirección a su cama. La que se encontraba al frente tenía las ropas rasgadas y caminaba arrastrando los pies despacio; era una horrible aparición que amenazaba con robarle lo poco de cordura que le quedaba. En el último frenético momento de pensamiento lógico, Don Ignacio extendió su temblorosa mano buscando la vela reposando apaciblemente sobre su mesa de noche. Tal pánico no permite espacio para la delicadeza y a su tacto cayó el objeto sobre su cama, prendiéndola con tal furor que ni las llamas del infierno podrían igualar su resplandor.

Afuera una pareja de novios, aprovechando la complicidad de la noche, se besaba. Ellos fueron los únicos testigos de cómo el mismo fuego del averno subía para recolectar un alma. Después relatarían un inesperado milagro; una figura pequeña y muy delgada, como la de un niño, había logrado escapar. Corrió con desesperación al fondo de la calle donde un lago se tragaría el misterio de su paradero. Lo que más recordarían aquellos amantes sería la asustada mirada de aquellos jóvenes ojos azules...

Buen fin de semana!
Cuéntenme una ustedes!

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