miércoles, 7 de septiembre de 2011

La Locura como Medida de Modernidad

Septiembre del 2010 vio pasar el Bicentenario de la Independencia Mexicana con bombos y platillos, carreteras re-ignauguradas, vías públicas con segundos pisos, conciertos y fuegos artificiales que brillarán en el cielo hasta el tricentenario. Es decir, por todo lo alto.

Buena jugarreta histórica nos juega el destino que nos observa celebrar tan importante aniversario patrio en medio de tal caos social como no se había visto desde hace cien años, justamente. Entonces la Revolución estaba por comenzar, el país estaba dividido por gran inequidad y el pueblo pasaba hambre. Después de vivir treinta y cuatro años bajo la dura mano tutelar de Don Porfirio Días, y a pesar del gran crecimiento social y estabilidad política, el país estaba listo para un cambio que el gobierno no estaba listo para dar.

"Al pueblo, pan y circo" dirían los romanos y el porfirismo estaba de acuerdo. En el septiembre de 1910 también hubo grandes celebraciones en medio de la crisis social más grande en cien años. Un siglo atrás, La Guerra de Independencia había dejado entre sus escombros un país independiente pero cubierto de sangre y polvo al que le tomaría buena parte del siguiente siglo encontrar su propia voz.

Dicen que no hay nada nuevo bajo el sol, que todo es cíclico y si que hoy guardas los pantalones acampanados de tu madre, en cincuenta años otra generación los verá renacer bajo las luces de una nueva pasarela. Todo es cíclico, y al parecer en México lo son también las guerras... pero ese es tema para otra ocasión. Lo que es particularmente notorio es cuánto se parece la situación del México moderno con la del México Porfiriano.



En 1910, a penas a unos meses de que se desatara la nueva guerra, la élite porfiriana celebraba con gran derroche, fiesta, carros alegóricos, desfiles, monumentos, obras de ingeniería, libros conmemorativos, exposiciones científicas y concursos. Sin embargo, el evento seleccionado para dar inicio a los festejos el 1 de septiembre de 1910 fue la inauguración del Manicomio General, mejor conocido como La Castañeda.

La novísima institución psiquiátrica, erigida en la antigua hacienda de La Castañeda en el viejo pueblo de Mixcoac, marcó el inicio de la psiquiatría moderna en México; siendo clausurados así los antiguos hospitales para dementes de San Hipólito y el de Divino Salvador (ambas, instituciones coloniales).

¿Qué te parecería celebrar el tricentenario de nuestra independencia con la inauguración de una nueva institución mental que sea reconocida como la mejor a nivel mundial? Sin duda alguna, es una forma extraña de dar comienzo a las festividades y nos obliga a preguntarnos: ¿Qué ideas había en la mente de la sociedad de aquellos días como para celebrar el centenario con un manicomio?

Para entenderlo hay que volver sobre nuestros pasos y recordar la filosofía prevalente de los días anteriores al advenir de la psicología como ciencia reconocida. Entonces los locos y los criminales eran aquellos que, según la lógica positivista, degeneraban la raza. A este tipo de sujetos se les consideraba una amenaza al proyecto de nación moderna ya que, por causa de una nociva herencia biológica o por carencia de principios morales, al reproducirse tendrían hijos epilépticos o imbéciles y los criminales engendrarían más criminales. La Castañeda se erigió como el espacio para aislar a una muchedumbre de hombres y mujeres de todas las edades y condiciones sociales que cabían en aquél cajón de sastre llamado locura. Había alcohólicos, sifilíticos, neuróticos, ancianos dementes, epilépticos, militares con traumas de guerra, jovencitas histéricas, heroinómanos, opiómanos, fumadores empedernidos de marihuana, peleadores callejeros, hombres de negocios melancólicos frente a la bancarrota, niños "anormales", discapacitados, y esquizofrénicos.

Se contrataron miles de obreros para la erección del novísimo manicomio que ocupó 78.480 metros cuadrados y consistió en un complejo arquitectónico de 25 edificios con capacidad para 1200 internos. La estructura consistía en tres hileras de edificios: los centrales para la administración, servicios generales, vivienda de empleados, los talleres, la huerta y el mortuorio. La hilera de la derecha albergaba los pabellones para hombres y la izquierda los de mujeres. Los pabellones estaban distribuidos de la siguiente manera: El Pabellón de Distinguidos, donde vivían aquellos que pagaban una mensualidad y tenían un pequeño cuarto individual, una enfermera permanente y una mejor dieta. Estos internos siempre oscilaron entre el 16% y 23% de la población total; lo que nos hace cuestionar la idea de que todos los locos eran pobres.

El Pabellón de Epilépticos, que era sin duda la enfermedad mental que más llamó la atención de los psiquiatras a finales del siglo XIX en México y que debían ser encerrados por ser considerados como sinónimo de peligrosidad social, ya que un epiléptico podía matar a alguien sin argumento ni remordimiento.

Uno de los pabellones más grandes era el de Alcohólicos, mientras que el de Alcohólicas era de los más pequeños. Se consideraba al alcohol como la más poderosa causa de la degeneración racial de los mexicanos y el origen de todos los problemas sociales, pues se suponía que los alcohólicos tendrían hijos epilépticos, quienes, a su vez, procrearían imbéciles, que extinguirían la raza.

En la década de 1920 disminuyó notablemente la cantidad de alcohólicos en La Castañeda para darle lugar a otras "enfermedades" como la opiomanía, cocainomanía y la heroinomanía. Quienes eran sorprendidos en el consumo de estas sustancias eran remitidos al Manicomio. La mayoría de los consumidores de cocaína y heroína eran jóvenes pudientes, muchos de ellos estudiantes de química o de medicina. Mientras que los consumidores de opio solían ser de origen chino y eran remitidos de los Estados del norte de la república. Fue tal la cantidad de consumidores de drogas que llegaron en este periodo que se creó en el Manicomio, el Hospital de Toxicómanos.

También existía el Pabellón de Imbéciles. Allí eran encerrados todos los que padecían síndrome de down, autismo y todos aquellos enfermos mentales con discapacidades. Este era el espacio más trágico porque de allí se reportaban los más altos niveles de mortalidad ya que al ser considerados como incurables, las familias los dejaban encerrados hasta que fallecían.

Los pabellones más grandes eran los de Tranquilos A y Tranquilas A. Este era un amplio espacio de dos plantas en el que convivían todos aquellos que no tenían dinero para pagar una mensualidad, clasificados como indigentes. Pero, además, allí se mezclaban todos los enfermos mentales que no eran ni epilépticos, imbéciles, alcohólicos o agresivos. Para estos últimos estaba el Pabellón de Peligrosos, donde se les tenía aislados y encerrados. Algunas veces no es que fueran necesariamente peligrosos, pero si eran remitidos por alguna cárcel, eran encerrados previniendo que se fugaran. Finalmente, estaban los pabellones de Tranquilos B y Tranquilas B. La única diferencia con los tranquilos A era que estos pagaban una cuota mensual que les permitía comer mejor.

Para reforzar el proyecto terapéutico del Manicomio se contaba con espacios para clases de gimnasia, talleres de manualidades, una huerta, un establo con gallinas, cerdos y unas cuantas vacas. Además, el manicomio contaba con la Escuela para niños anormales, donde se buscaba impartir educación especial a los internos que estuviesen en capacidad de aprender; tristemente, este proyecto fracasó ya que con una sola aula y una profesora no era posible cubrir la demanda. En contraste, uno de los espacios que más aceptación tuvo entre los internos y sus familias fue el cine. Éste funcionaba en un amplio auditorio donde los días de visita solían proyectarse las películas de moda; así, los internos podían asistir con sus familiares.

A este disparejo grupo era a lo que se le llamaba locura en 1910. Nuestras definiciones de locura y la tentativa terapéutica ha cambiado con el tiempo; mientras hacía la investigación correspondiente a esta publicación me encontré con diversos casos de 'locura' a través de la vida misma de La Castañeda (1910-1968). Esto complementado con mi propia experiencia como estudiante de medicina me llevó a la siguiente conclusión: La forma en que diagnosticamos, catalogamos y tratamos a nuestros 'locos' habla más claramente de nosotros que cualquier discurso sobre el estado de la sociedad moderna.

Hay cantidad de historias que yacen enterradas entre los escombros de lo que fuera el modernísimo Manicomio y muchas otras que sobrevivieron en historias clínicas archivadas a través de los siglos. Reducir a ellas la historia de la institución sería quedarse en lo anecdótico y no pretendo de ninguna forma sugerir que ellas son la medida real del estado de salud mental de una ciudad en un momento en el tiempo, los estadistas y epidemiólogos harán un mejor trabajo de eso. Tampoco pretendo ignorar los muchos escándalos que persiguieron al Hospital en sus años tardíos pero, seamos sinceros, qué Hospital Psiquiátrico aún hoy en día no lleva consigo un estigma en el momento mismo de su construcción? En nuestra mente, el lugar donde la locura habita siempre estará lleno de sombras oscuras y monstruos que acechan mientras dormimos.

Lo que no podemos negar es que los locos son elocuentes testimonios de su propia sociedad. El análisis histórico de las enfermedades mentales es una ruta que nos permite explorar facetas no tan obvias de una sociedad. Aquí te dejo cuatro historias que distan mucho de aquellas de héroes y victorias épicas; estas sirven como ejemplo de las muchas historias de aquellos que perdieron durante la Revolución.

1. Rodrigo V. tenía 28 años en 1918 cuando llegó a las puertas del Manicomio. Era estudiante de derecho y hablaba ingles, francés y alemán. Durante los pocos meses que allí estuvo le dio clases de literatura a sus compañeros del Pabellón de Tranquilos A, a peso la hora. Antes de enloquecer trabajaba en el Archivo del Juzgado Menor de Querétaro; durante 1915 debió portar un arma y cuidar durante las noches los documentos que allí se resguardaban. Una noche llegaron los zapatistas que le arrebataron el archivo no sin antes asesinar a uno de ellos. Tuvo que huir y cuando fue retenido por carrancistas, fue acusado de traidor por haber apoyado al Gobierno Convencionista en 1914. Dicha acusación le desencadenó una neurosis que lo llevó al manicomio. No podía entender porqué, si él había apoyado al pueblo que se armó en 1914, ahora lo venían a considerar como un traidor si, total, “¿qué gobierno reconocido había en 1915?”. Rodrigo afirmaba: “Yo soy el que se fue con todos, menos con los traidores. Mas ahora soy ¡preso!”. Ahora padecía de una “simple 'locura' escrita en el cartoncito que tengo en la cabecera de mi cama”. Su único deseo vehemente “de que se estableciera la paz no solo en mi país sino en Europa”; y agregaba que en ese momento todos “han cooperado con su voluntad para unificar la opinión y depositar sus respetos en el que hoy es guardián de sus derechos, el Sr. Dn. Venustiano Carranza”. Pero él, que no apoyó al carrancismo, solicitaba que se le reconociera su lealtad al constitucionalismo para poder salir a trabajar.

2. Otro joven originario de Querétaro ingresó al manicomio en 1916 afectado de “neurastenia” según el diagnostico médico. Proveniente de una familia que vivía en la opulencia este hombre perdió la cordura en medio de la demencia propia de la guerra, “Generales y Ejércitos entraban, salían o peleaban; robaban, asesinaban, mataban, saqueaban, cateaban, fusilaban o echaban leva con quien querían.” Según una extensa carta en la que describió ampliamente las causas de su “debilidad cerebral”, señalaba que había enloquecido a raíz de la muerte de su padre, quien siempre lo había protegido y apoyado en los estudios. Todo inició porque los villistas habían despojado al padre de todos sus bienes, orillándolo a morir de “espanto”; después “los villistas entraron a la casa, amenazaron a mi familia y nos quitaron todos los bienes quedando mi Madre, dos hermanas, una sobrina, dos sirvientas, cuatro hermanos y yo en la miseria más espantosa. En tan crítica situación, mi madre no me dejaba entrar a la casa que fue lo único que nos quedó”.  Siendo un joven de buena posición en pobreza total y si el padre que le ofrecía todas las comodidades, se sumió en la depresión. “Desesperado de verme en tal aprieto me entregué al abandono dándome á los placeres mundanos con las mujeres, el pulque, aguardiente, tequila, coñac, jerez, vistas, bailes y placeres públicos; pudiendo resistir mi cuerpo tres meses junio, julio y agosto. Aprehendido por la policía reservada de la capital de la república mexicana que en esa época fue Querétaro [...], el Gobernador de Querétaro, Federico Montes, ordenó me trasladaran por el bien mío y de todos.”
Su comportamiento maniaco depresivo lo llevó al manicomio en tres ocasiones, sólo para pasar días llorando en los rincones acordándose del padre y maldiciendo la vida que tenía ahora en el manicomio, gracias a la revolución que le había arrebatado la buena vida.

3. Guillermo tenía 32 años cuando ingresó al manicomio el 20 de mayo de 1918 afectado de una “demencia precoz paranoica”. Según la historia clínica que le hicieron al momento del ingreso, fue un soldado que combatió en El Ebano (SLP), lo cual fue confirmado por su acompañante. Allí sufrió quemaduras graves y los pies se le inmovilizaron por un buen tiempo. Cuando le otorgaron la baja regresó a su hogar en Nuevo León donde “sufrió muchos y graves ataques en el rancho de su familia -saqueos-”. Además de perder buena parte de sus recursos, “los bandidos trataron de darle muerte por estrangulación, colgándolo de un árbol”. De esto logró salir con vida, pero no volvió a ser el mismo. En adelante, la familia se asombró por sus “actos de prodigalidad” debido a que regalaba el maíz y los víveres; además agredía “con un palo” a la madre y las tías que se oponían a tan excesiva generosidad. Por este comportamiento fue internado un tiempo en el manicomio. Una vez internado prefirió dormir siempre en el suelo, argumentando que “estando en la cama fue asaltado por bandidos y cree substraerse de un nuevo asalto durmiendo en el suelo”. Según la tía, la locura de Guillermo venía desde los cuatro años, cuando lo pateó una mula ya que a raíz de ello se tornó aislado y sólo se dedicó a leer. A medida que fue creciendo manifestó una clara tendencia a la depresión ya que "daba a entender que su vida era azarosa y  llena de amarguras". Posiblemente en busca de algo de sentido en su vida, se incorporó a las filas del carrancismo en Veracruz y de ahí a Tampico donde tuvo el mencionado accidente en el que estuvo a punto de perder los pies por la explosión de un depósito de chapopote. Cuando regresó a la casa sumido en la depresión, solía tomar 20 litros de café, comía 45 huevos con 8 litros de leche, todo esto en un solo día. En medio de semejante depresión, “los bandidos” trataron de matarlo en el rancho en dos oportunidades. Después de ello terminó en La Castañeda... sólo por dos meses.

4. Amelia, una mujer de 42 años, escribió una muy pequeña autobiografía cuando ingresó a La Castañeda. Ella relata que en plena revolución villista en 1914, “cuando las vías ferrocarrileras se veían constantemente amenazadas por partidas de revolucionarios”, tuvo que viajar de Zacatecas a Estados Unidos durante diez o doce días en un vagón usado para el transporte de ganado. Este viaje se debió a que el padre había sido desterrado “por cuestiones políticas”; razón por la que la travesía estuvo llena de zozobra, ya que si era detectado podía ser fusilado de inmediato. Cuando llegaron a Estados Unidos, sus nuevos pesares obedecieron a un “arranque de delirio furioso” que se le presentó a uno de sus hermanos, quien también había sido desterrado por motivos políticos y era un habitual consumidor de “drogas heroicas”. Según Amalia, pese a estas contrariedades, su vida fue muy feliz mientras estuvo fuera de México ya que siempre fue “muy sensible a las miradas indiscretas que su cuerpo mal formado provoca en las gentes de poblaciones pequeñas”. No sabemos exactamente qué tipo de deformidad padecía esta mujer pero suponemos que también fue otro ingrediente en su sensación de marginalidad. El regreso a Zacatecas en 1917 fue tan impactante para ella que estuvo llorando un mes sin interrupción; desde entonces se negó salir a la calle, con excepción de dos oportunidades en las que, por la fuerza, fue llevada al manicomio. Una vez encerrada, los médicos notaron que "habla sola y a escondidas, y habla de persecuciones y diablos”. Amalia fue diagnosticada como demente precoz hebefrénica. Pasó ocho años en el manicomio antes de que se le diera de alta por solicitud de su hermano.

Carrillo, Ana María, (2002), "La profesión médica ante el alcoholismo en el México Moderno", en Cuicuilco, 9, XXVI, pp. 295-314 Alfaro Guerra, Patricia Guadalupe. (s.f.), Cine en el Manicomio, 1914-1967. Mecanoescrito Archivo Histórico de la Secretaría de Salud (AHSS), Fondo Manicomio General (F-MG), Sección Expedientes Clínicos (Se-EC), caja 60, exp. 54, ff. 12 AHSS, F-MG, Se-EC, caja 60, exp. 54, ff. 21 AHSS, F-MG, Se-EC, caja 68, exp. 45, ff. 26 AHSS, F-MG, Se-EC, caja 68, exp. 45, ff. 26 AHSS, F-MG, Se-EC, caja 68, exp. 45, ff. 28 AHSS, F-MG, Se-EC, caja 85, exp. 19, ff. 1 AHSS, F-MG, Se-EC, caja 85, exp. 19, ff. 4 AHSS, F-MG, Se-EC, caja 83, exp. 43 AHSS, F-MG, Se-EC, caja 139, exp. 18